Resulta que, un día, se me cerró el culo. Así de simple, sin más miramientos ni avisos, el tipo dijo (con un sordo estruendo) “no va más”. Ortiva, la crisálida se enojó por no poder abandonar su puesto de trabajo y decidió convencer al enojado a como de lugar.
Ese fue el detonante que se produjera en mi interior, una revolución intestinal que se convirtió en un horrendo y oloroso "poposito", que no hacía otra cosa que intentar salir.
Al baño corrí apresurado y preocupado, pero sentado y estreñido nada ocurrió. Conté azulejos, maté mosquitas, que volaban distraídas cerca de mí e hice muecas frente al espejo, hasta que me aburrí. Leí doce revistas, tres novelas, dos tarros de desodorante de ambiente y las indicaciones de un paquete de tampones, pero nada daba resultado.
Comencé a asustarme, yo hacía fuerza desde adentro, pero era como tratar de empujar una pared.
Me dolía el estómago, el pecho, las piernas y, por sobre todas las cosas, el culo. El poposito ya tenía nombre y apellido pero seguía sin poder conocer el mundo exterior.
La vejiga no quiso quedarse afuera e inundó su cuerpo del vil líquido que, por suerte, se fue tan rápido como pudo permitir la poca presión hidráulica que me quedaba, pero el poposito se había alojado en mí y amenazaba pasar las vacaciones allí.
Como solución, tomé un laxante, pero eso solo produjo un malestar peor, que generó que el poposito fuera anfitrión de una reunión familiar. Tomé un relajante muscular, pero eso sólo logró dejarme medio estúpido.
Así estuve tres días, cada vez que el culo dejaba de dolerme corría al baño, me sentaba y gritaba como puto principiante, apretando con fuerza el porta toallas y desgarrando el papel higiénico como un esquizofrénico sin medicina. Hacía movimientos circulares, diagonales, verticales, horizontales y al azar. Lo hacía lento, rápido y hasta con ritmo, pero nada sucedía.
Me desesperé y me calmé, me puse histérico y hasta llegué a darme de nalgadas, para hacerlo cambiar de opinión. Pero allí seguía, firme.
Al cuarto día decidí humillarme y llamar al médico. Por en mi mente aparecieron imágenes extrañas, en las que debía explicarle a una sensual enfermera lo que me sucedía. Comencé a mortificarme con el teléfono en la mano y dudando en hacer el llamado.
Así que caminé hacia el baño y me volví a sentar.
Me calmé, y le dije muy seriamente, “prometo comprar el mejor papel higiénico de aquí en más, compraré almohadones de plumas y pantalones holgados para que no te sientas encerrado. Trataré de dormir boca abajo y jamás seré pasivo”.
Al principio, el culo se quedó callado, como si lo estuviera pensando, comprendió que estaba logrando un buen punto en esta guerra y largó una estridente carcajada que me alivió un poco el estómago, pero destrozó mi nariz.
Y prometiéndole al rebelde que su vida ya no sería como el culo sino, mucho mejor.
Así fue, que llegamos a hacer las paces y, con un gran dolor, el cautivo poposito quedó en libertad.
Allí, a medio sumergir, me miraba y se reía y yo también me reía y lloraba lágrimas de sangre. Su etérea presencia inundó mi hogar por unos días y su recuerdo sigue en mi memoria aún hoy.
Pero el tiempo pasó y cumplí las promesas. El papel, los almohadones, los pantalones y todo lo demás. Pero el culo se enoja de vez en cuando por algo y me recuerda que no debo joder con él.
Así que, escuchen el consejo de un idiota que trató a su culo como lo que es. Hagan las paces con el suyo, trátenlo bien, mímenlo. Ubíquense entre dos espejos y mímenlo fijo con cariño, háblenle y, por sobre todas las cosas, jamás... jamás lo hagan enojar.
Ese fue el detonante que se produjera en mi interior, una revolución intestinal que se convirtió en un horrendo y oloroso "poposito", que no hacía otra cosa que intentar salir.
Al baño corrí apresurado y preocupado, pero sentado y estreñido nada ocurrió. Conté azulejos, maté mosquitas, que volaban distraídas cerca de mí e hice muecas frente al espejo, hasta que me aburrí. Leí doce revistas, tres novelas, dos tarros de desodorante de ambiente y las indicaciones de un paquete de tampones, pero nada daba resultado.
Comencé a asustarme, yo hacía fuerza desde adentro, pero era como tratar de empujar una pared.
Me dolía el estómago, el pecho, las piernas y, por sobre todas las cosas, el culo. El poposito ya tenía nombre y apellido pero seguía sin poder conocer el mundo exterior.
La vejiga no quiso quedarse afuera e inundó su cuerpo del vil líquido que, por suerte, se fue tan rápido como pudo permitir la poca presión hidráulica que me quedaba, pero el poposito se había alojado en mí y amenazaba pasar las vacaciones allí.
Como solución, tomé un laxante, pero eso solo produjo un malestar peor, que generó que el poposito fuera anfitrión de una reunión familiar. Tomé un relajante muscular, pero eso sólo logró dejarme medio estúpido.
Así estuve tres días, cada vez que el culo dejaba de dolerme corría al baño, me sentaba y gritaba como puto principiante, apretando con fuerza el porta toallas y desgarrando el papel higiénico como un esquizofrénico sin medicina. Hacía movimientos circulares, diagonales, verticales, horizontales y al azar. Lo hacía lento, rápido y hasta con ritmo, pero nada sucedía.
Me desesperé y me calmé, me puse histérico y hasta llegué a darme de nalgadas, para hacerlo cambiar de opinión. Pero allí seguía, firme.
Al cuarto día decidí humillarme y llamar al médico. Por en mi mente aparecieron imágenes extrañas, en las que debía explicarle a una sensual enfermera lo que me sucedía. Comencé a mortificarme con el teléfono en la mano y dudando en hacer el llamado.
Así que caminé hacia el baño y me volví a sentar.
Me calmé, y le dije muy seriamente, “prometo comprar el mejor papel higiénico de aquí en más, compraré almohadones de plumas y pantalones holgados para que no te sientas encerrado. Trataré de dormir boca abajo y jamás seré pasivo”.
Al principio, el culo se quedó callado, como si lo estuviera pensando, comprendió que estaba logrando un buen punto en esta guerra y largó una estridente carcajada que me alivió un poco el estómago, pero destrozó mi nariz.
Y prometiéndole al rebelde que su vida ya no sería como el culo sino, mucho mejor.
Así fue, que llegamos a hacer las paces y, con un gran dolor, el cautivo poposito quedó en libertad.
Allí, a medio sumergir, me miraba y se reía y yo también me reía y lloraba lágrimas de sangre. Su etérea presencia inundó mi hogar por unos días y su recuerdo sigue en mi memoria aún hoy.
Pero el tiempo pasó y cumplí las promesas. El papel, los almohadones, los pantalones y todo lo demás. Pero el culo se enoja de vez en cuando por algo y me recuerda que no debo joder con él.
Así que, escuchen el consejo de un idiota que trató a su culo como lo que es. Hagan las paces con el suyo, trátenlo bien, mímenlo. Ubíquense entre dos espejos y mímenlo fijo con cariño, háblenle y, por sobre todas las cosas, jamás... jamás lo hagan enojar.
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